PROSA

 

Me puse a pensar en el abismo que separa al poeta del lector y cuando me quise dar cuenta ya estaba profundamente deprimido.

Roberto Bolaño


No soy yo quien se pasa la lengua entre los labios,

al sentir que la boca se me llena de arena.

Oliverio Girondo


La puerta


Él estaba sentado en el sillón. Fumaba un cigarro y se acomodaba un cuadernillo sobre el muslo derecho. Estaba tan recostado –su espalda se apoyaba casi completamente en el respaldo– que para escribir tenía que cambiar el cigarro de mano y tomar el lápiz. Pensaba en el tren que aborda con Paulina en la mañana y en la manera de cambiarle el nombre por Karina o Ignacia. Cuando la encontraba dirigíase al papel. El tren partía y había sol, un bolso en el suelo, el otro en la mano, y por la ventana pasaban veloces los sembradíos, los árboles, las casetas de ganado. Recordaba cómo era despertar de la mano con Ignacia, con todos los músculos contraídos, el ombligo inflamado; que las sábanas eran ásperas y que el piso estaba siempre frío, que prefería quedarse en la cama el día entero. O caminar con Karina desde lejos subiendo el cerro, hablando del viento y los cumpleaños, comiendo manzanas y sentándose sobre el pasto húmedo. De cuán gigante era el atardecer lejano y la manera en que aplastaba el pueblo entero. Caminar por calles de tierra viendo pasar el tren y el agitar de los dedales bajo el estruendo de las vigas. Meterse en los almendrales a recoger flores secas y estirarse en el suelo para escuchar el crepitar de las cortezas. El olor de la tierra y el de su cuello.


Entonces volvía a cambiar de mano el cigarro, sobrecogido. El lápiz, el cigarro y él sentado en su sillón más grande con la espalda casi completamente recostada en el respaldo. Las llaves en el bolsillo del bolso en el piso del tren, Paulina impertérrita, extraña; él sonriendo. El cerro en la ventana gira y el viento empuja los árboles. Las siluetas de dos personas que van subiendo el cerro se proyectan en una esquina del vidrio. Una avanza por el pasillo tomándose de los asientos, divertida por el vaivén del tren; más allá, la otra, junto a la puerta de escape, recibe el sol sobre su mano. Ignacia había despertado y al soltarle la mano se levanta y camina por la habitación. Divertida por el vaivén del departamento, intenta agarrarse de un mueble pero cae y se ríe. Un sol tenue atraviesa la cortina y va a dar sobre su mano. El pijama de polar le queda estupendamente, piensa él, mientras se acomoda en su asiento. Karina corre entre los almendros llamándolo, él la persigue con la garganta llena de aire. Pisan las cortezas que se han caído y sus pasos suenan tan fuertes que van a confundirse con el ruido del tren al final de la reja.


Se interrumpe para encender otro cigarro. Está inquieto, porque ha pasado mucho tiempo desde la última vez que se sentó en un sillón, con un lápiz en la mano, a pasar la tarde entera. Está profundamente sorprendido. Paulina ha sacado una manzana de su bolso y se la da. Él la mira un segundo y luego la tira rodando por el pasillo. Karina se deja rodar cerro abajo, su ropa queda completamente manchada por el pasto. Ignacia se levanta del piso y abre la puerta. Un viento la toma y la saca de un sopetón de la pieza. Rueda por las escaleras sin hacer ningún ruido. El viento corta los almendrales por la mitad, igual que el tren que pasa veloz e infranqueable, igual que el tiempo, todo se corta por la mitad. Los cerros se disipan. 


El cigarro se ha consumido hasta la colilla; él ya no está más en el sillón, ha desaparecido. Más tarde caminará por la vereda a comprar más cigarros –siempre que lo veo está comprando cigarros– llevará una mano en el bolsillo y no me saludará pues no verá mi presencia. Junto a las cenizas que quedaron desparramadas en el brazo del sillón, el lápiz, como mordido en los contornos, rueda hacia abajo. Un dibujo llena la página del cuaderno: muchas líneas para todos lados, un rectángulo horizontal partido en la mitad y, en el medio, emergiendo, la puerta de la que te hablo.


Malos hábitos


Solo he estado perdiendo el tiempo con este hábito ingenuo de creer que tú existes, ¿sabes? Me he pasado varios años ya, encerrado llamándote. Me aterra pensar que esto sea falso. ¿Qué voy a hacer si al final, viejo, me doy cuenta de que perdí más de la mitad de mi vida sentado intentando hallarte, con los ojos volcados hacia atrás y la mano hurgando alocada en esa oscuridad de tu presencia, la que solo vislumbro entre la niebla? Qué le voy a decir a mi madre cuando ponga esa cara de mierda de “te lo dije”, con tono siútico porque me volví senil y no tuve hijos, porque no hice familia y no me fui nunca de la casa. Pues te apareces cuando soy más susceptible a lo incomunicable, a lo que permanece inmóvil, inmutable, por eso nadie lo entiende. Tiempo. Esa palabra ni la conoces ¿verdad? Podría acusarte de eterno pero me equivocaría más. Tienes modos de mueble y callas siempre, sin embargo, vives en tu vida lejana y te mueves inadvertido. Tu nombre es como un nicho vacío que cualquiera usa cuando vienes. No quiero que pienses que hablo de mí, que eso quede claro, no se trata siquiera de una parte de mí: tú es otro, tan otro que ni siquiera lo conozco de veras. 


Y me encanta cuando te encuentro a veces, porque es como si sonriéramos al mismo tiempo, ¿sabes? aunque sea por un segundo, porque luego vuelves a tu siluetaria manía estática. Es inexplicable, lo sé, porque ni siquiera cuando nos encontramos nos podemos ver. El problema es que solo cuando te encuentro yo existo, no ves que tú me completas, lo entiendes ¿verdad? Es cierto que te imagino la mayoría de las veces, y que cuando naces, eres tú quien me imagina a mí, y que si nos encontramos, yo por fin renazco, o pierdo mis propios y siluetarios modos de mueble. Pero lo más cierto de todo, es que no existo más allá de estas palabras, y que tú luego puedes volver a tu vida normal de hombre o mujer. Entonces, al final, mientras yo te

pienso, tú no estás y yo soy, pero luego del punto, borde-abismo de esta enfermedad, cuando tú me piensas y estás, soy yo el fantasma que se queda atrapado aquí eternamente, y resulto ser yo el nicho vacío que solo se completa cuando nos encontramos por azar.


Ósmosis


“la angustia omnipresente a lo largo de todo un día me obligó a trabajar empecinadamente hasta terminar el relato y sólo entonces, sin cuidarme de releerlo, bajar a la calle y caminar por mí mismo, sin ser ya Pierre, sin ser ya Michèle”

Julio Cortázar


Salió a caminar un rato porque cada vez que su hermana mayor lo telefoneaba para pedirle cuentas de su estado económico –entiéndase, laboral y amoroso a la vez– se metía en depresiones esporádicas que lo mantenían ocupado fuera del departamento. Su compañera de habitación y de sábanas mantenía las cuentas de agua y luz al día. El arriendo corría a medias entre ella y nuestra hermana. Abría la puerta de la calle y la cerraba al salir tras de sí, con un par de segundos de espacio intermedio. Caminaba en las lluvias, en medio de las ramas que salían entre los pastelones de la vereda, en medio de los autos y la gente que no conocía. Qué mentira esta ciudad, pensaba, puras crías de jaguares quiméricos en esta Latinoamérica llena de cemento. Miraba los autos, miraba las sonrisas en los colectivos, sentía el olor a cigarro mojado en todas partes: las caras reflejándose en las vitrinas junto a la suya, ajena. Más encima, todos los parabrisas traseros con esos autoadhesivos de familias felices, caricaturas ridículas. Como si la señora ostentara del hogar que ha formado, del hogar que mantiene económicamente a cuesta de amores nocturnos, fantasías sicóticas con sus hijos que pasan de curso y deseos ocultos de un montón de vaginas desfilando calle abajo. El señor, por otro lado, preocupado de la calidad del vehículo. Este hombre conquistará al resto a través de su eficiencia, ni siquiera su dinero es importante, mucho menos –sería impensado a estas alturas– su falo; es su eficiencia lo que importa, y el auto que tenga es símbolo de ella. Entonces la señora, que resignifica la cuestión, para más remate se pone esas cadenas al cuello con la cantidad de hijos en el cuadrado de plata, como exhibiéndolos. Asquerosas madres chilenas llenándose la boca con el fruto de sus vaginas. Asquerosos padres que se las dan de y se dan plástico tras plástico en las navidades.


Y ahí él, caminando entremedio, mirando los negocios, los puestos en la calle. Entrando, solo para oler, a las mueblerías y librerías de la calle más rancia posible, donde atiendan puros viejos que ya no quieren hablar con nadie. La lluvia se amontona en las esquinas y nosotros la llenamos de cigarros a medio fumar. Y ahí él, pasa con la boca metida en la mano, humeando. Detrás el moho de sus suelas, la esperma de sus tobillos. Insomne maníaco, tan igual a mí: lo conozco tanto como a mí mismo y ni siquiera sé qué quiere de la vida, ni siquiera sabe que estoy mirándolo, siempre. Yo no sé por qué esta manía absurda de cotejarnos al vuelo, por qué el tanteo informe de los cuerpos extraños, por qué hacernos tanto daño sin nunca mirarnos por completo. Y por qué llevar la cuenta del daño que nos hacemos. Preferiría, le digo al oído, no engendrar más fetos en este vientre blanco que nos pesa, pues padezco, y él lo sabe bien, de una lepra genital que aparta a los que sueñan, duermen conmigo. Padezco de una lepra sanguínea que envenena a quien engullo a quien fecundo, con quien fornico. Padezco una bruma insomne en el muslo de mi pierna, que por las noches me despierta y me hace girar de memoria, en la cama, buscando el rastro de su sombra que amo, que he amado. Padezco, a fin de cuentas, de un succionador de ballenas en la garganta, de bosques hidropónicos, de bebés que lloran pelos por los ojos. Tengo hijos por montones en las cuencas de mi orina, tengo hijos a través de los cuales lluevo afuera, de improviso y me apesta. Preferiría, lo sabes, no guardar más palomas en este árbol que tengo en la guata. 


Y ahí él, caminando. Su hermana siempre lo llama a la misma hora. No todos los días, pero sí a la misma hora, y cada vez que habla con ella, no me habla ni me mira y se va a caminar. Me tinca que siempre se termina metiendo con alguna puta de Pedro Montt y que sube el cerro en la madrugada gateando y ni se acuerda de que termina con la mano metida en mi blusa, agarrado a mi teta como un cobarde. Cafiche de mierda que cree que con eso me estoy contenta y no lo molesto por cada atraso en cada cuenta. Y sin embargo, cada noche lo dejo que se me encarame y cada vez que lo hace me embaraza. Por eso lleno la casa de críos, de pequeños jaguares escuálidos que corren por los rincones cazando zancudos para que no lo piquen a él. Es un romántico, eficiente además, por eso no le digo nada, pero me tiene aburrida. Yo no sé cómo puedo aguantar tanta humillación, desearía poder salir de mi cuerpo y entrar en otros, como lo hacen los hombres, entrar, por ejemplo, en su cabeza y entender qué quiere de la vida, por qué se la pasa encerrado en la pieza escribiendo esos papeles que solo terminan pegados en la pared, que no me deja leer y por los que se pasa quejando, como si se los arrancara de la piel. Anoche, antes de que sonara el teléfono, escuché los gritos que soltaba de la pieza. No me demoré ni un minuto en abrir la puerta y lo único que pasaba, como siempre, es que estaba escribiendo. En el suelo, un coágulo abominable llenaba la alfombra. 


Esa vez nadie limpió el desastre, helo aquí. Luego salió a caminar un rato y nos topamos por alcance, por error, bajo la lluvia, en la superficie plana de la vitrina, borrosos. Lo único que no compartimos, a fin de cuentas, es mi rigurosidad y su paranoia. Hay, indudablemente, un puente entre los dos; para él están todas las excepciones, para mí la exclusividad de estar vivo. Nadie limpió el desastre ese día, helo aquí.


Desnudo, casi desmayado


La cicatriz más grande de su cara se la había hecho él mismo sin darse cuenta. Siempre es así, el peor enemigo de uno resulta ser uno mismo. La cosa era que esta vez comenzaba a darse cuenta. Se había golpeado la cabeza al caerse en el baño, al salir de la ducha, en la mañana. Yacía en el piso desnudo, casi desmayado, húmedo, llorando. Yo que estaba afuera y que no había entendido gran cosa de lo que pasaba, me metí por la ventana al verlo tumbado y lo primero que hice fue tomarle el pulso. Me preocupé enormemente, así que al percatarme de que estaba bien lo abrigué con la toalla que estaba en el piso tirada. De la ventana hacia afuera, repentinamente, algo faltaba; era la luz. La imagen era extrañísima, como si el sol se estuviera demorando demasiado en salir, o como si derechamente, se estuviera devolviendo. Tomé un pedazo de confort y lo unté en la herida abierta de su cabeza que a esa altura ya tenía ganado bastante espacio en el suelo rojo. Tratando de ignorar en mi cabeza lo que pasaba en la ventana, o al menos, desplazarlo para después, le hablé. 

-¿Estás bien? –pregunté.


Me miró apenas, pero alcancé a notar el terror en su rostro. Volví a mirar la ventana y esta vez ya no solo faltaba la luz, sino el árbol del patio también, la pared de enfrente. Como si se hubiera echo de noche de pronto, un chorro de sombra lo envolvía todo y la ventana quedaba reducida a no más que una mancha negra en la pared del baño, justo encima de nosotros dos. En el frío de la habitación cada vez más oscura, sentí muy lentamente que su mano se acercaba con dificultad hacia mí. Con un gesto solícito intenté sostenerla, pero él se resistió de inmediato y comenzó a lloriquear nuevamente. 

-Tranquilo –le dije e intenté calmarlo, pero estaba, lejos de calmarse, cada vez más asustado; el golpe debió haber sido muy fuerte.


Mojé entonces un montón de confort con un poco de alcohol que saqué del botiquín y se lo puse encima de la herida. Su reacción fue automática; un grito muy seco y rasposo llenó la habitación del baño pero no encontró eco en ninguna parte; estaba por primera vez completamente solo. Por el rabillo del ojo, noté sin querer que algo seguía ocurriendo en la ventana, solo que esta vez la curiosidad fue más que la diligencia y me detuve a mirarla. En rigor, la ventana por la que yo había entrado no miraba hacia ninguna parte más que hacia adentro, y los trocitos de vidrio que quedaban después del golpe pegados en el marco se retorcían formando una parábola que colgaba de la pared; en ella, mi rostro por primera vez reflejado. Entonces, volví la mirada sobre él y le hablé por última vez.

-Te voy a matar –le dije y le reventé la cabeza con mi pie descalzo.


La mujer adulta


“Pero se alzó […] lentamente, echó a andar camino de la casa, con el espanto de ir por las cornisas de un mal sueño y la angustia del vacío acechándola a cada paso”

Marta Brunet


Cuando me asomaba a sus ventanas veía, a veces, a una mujer joven que vivía adentro, creciendo y reproduciéndose desde lejos. Nunca entré, me hubiera perdido dentro de los pasillos repitiéndose, o pasando de los zaguanes a las habitaciones y de la cocina a la puerta de entrada nuevamente: y el zaguán y las habitaciones y la cocina al fondo. Hubiera creído que se trataba de algún embrujamiento cuando era solo un cambio de hábito. Yo la desconocía en la última instancia, me limitaba a mirarla por las ventanas. 


La mujer joven no estaba de acuerdo en absoluto con el uso que hacían de la casa. La mujer adulta se había encargado de exponerla a los huéspedes y oficios más inapropiados, políticamente hablando, y había terminado así: adulta. Se había casado con un hombre que la penetraba a veces, que le llenaba las trompas de semen que ella escupía dirigiéndose al baño. Tenía el útero inflado pero vacío, inútil. Con él solo había hecho el amor cuando era joven, lo que ahora quedaba relegado a la parte más trasera del mueble de la cocina. 


Esa mujer que estaba ahí dentro no se podía quedar de brazos cruzados frente al atropello que la mujer adulta hacía de ella y de su casa. La sacaba abruptamente de la cama cuando estaba dormida y la obligaba a dormir cuando ella quería leer algún libro o mirar la tele. Era aterrador, cuando menos, que le transformara el rostro como para terminar de sepultarla, diciéndole ¡más encima! que era para mirarla y quererla de nuevo. Lo real era que, sin verlo del todo, se sepultaban ambas, escondiéndose bajo las capas de sombra o de base con las que lograba seducir a su marido y follárselo en la cocina. Siempre en la cocina. 


A veces, le hablaba en voz alta para demostrarle (fallidamente por lo general) que no era una mujer tonta, que solo le habían usurpado la cáscara, marchitado el tinte y que no podía salir de la cocina. En definitiva, había olvidado el hábito de erguir los pechos cuando la miraba, el hábito de ponerse nerviosa cuando pasaba muy cerca o cuando le rozaba la espalda con los dedos. El mismo placer del sexo relegado a los rincones secretos de la casa la había vuelto madre y eso había traído consigo nuevos hábitos, nuevas labores. A veces era feliz con eso, sin duda, pero sabía que también era irrevocable la costumbre y que ahora era, irremediablemente, adulta.


Zenit

        Pasamos la aduana al mediodía. El zenit había sido siempre una mentira demasiado simétrica como para creerla, sin embargo, detenido bajo el furgón, miraba perpendicular al cielo con los ojos cerrados, creyendo infantilmente que el sol me cegaría. No era así. En su lugar un par de nubes escuálidas viajando en añeja postura de ondulación por sobre la cordillera. Nos cagábamos de frío. De todos modos, el viento era increíble, podría haber encumbrado veinte volantines simultáneamente en menos de un minuto y haberlos dejado ir de inmediato. Hubieran volado como cóndores de colores. Una bolsa pasó rajada. Qué envidia, pensé. El hombre que viajaba en el asiento junto al mío se acercó y me ofreció un cigarro. Tenía que aceptarlo para no caer mal, pero le dije que no, que no quería fumar. Para pasar desapercibido mencioné algo sobre el clima, que hacía frío o algo así. Sí, la cagó, me respondió mientras intentaba encender el pucho. El viento se le metía por los dedos y los antebrazos, era obvio que no encendería el cigarro con ese viento, era estúpido si pretendía fumar ahí. Le acerqué las manos y le ayudé a cubrir la llama del encendedor de todos modos. Venía verde por fumarme un pucho, dijo, ¿cansador el viaje o no? Terrible, respondí. Era lo más honesto que podía decir allá arriba. Me acuerdo que en Julio aquí no se veía ni el pavimento, me dijo. Pasé por la aduana justo el día que cerraron el paso y no se abrió en tres semanas, no solo por la nieve sino que justo también se cayó esa van con unos cabros adentro. Era espantoso. Hacía más frío que ahora y la nieve hasta te quemaba las suelas de los zapatos. Venía con la Pía y su hermano, era julio. Íbamos de visita donde las monjas de Putaendo. Ahí teníamos donde quedarnos, nos pasaban una sala, unas colchonetas y una estufa eléctrica. Tocábamos en el hospital que está abandonado en los cerros. Fue la raja. Los locos saltaban en las mesas y reventaban las ventanas sin ningún respeto. Se tiraban botellas entre ellos y les rompían la base a los tubos de ensayo para echarse las rayas. Es cuática la cosa allá en ese pueblo, en cierto sentido me superó, pero me dio cojones para sobrellevar la idea de que la Pía me hubiera dejado por meterse con su hermano. Esos cuentos de que él la conocía mejor que nadie, nunca me los tragué. La Pía creía que no había más vida después de que tuvo que abortar al guacho que le metió dentro un sacowea en Ocoa. Lo conoció en una subida a La campana. Bueno, conocerlo de lo que es conocer a alguien, no. El weón la vió, le pegó una patada y se le subió encima, así no más. Le conoció el jadeo y la suela del zapato, quizás la sangre. Pero bueno, después de eso su hermano la sacó de su casa y empezó a llevarla de viaje por toda Argentina. Los conocí en Alvear, en una tocata de poca muerte. La Pía llegó en uno de los tantos autos que llegaron a lo gringo, como en los auto-cinema de las películas. Entraba y salía, fumaba como china. Tenía una botella de vino. Se sentó en el capó del auto y se echó para atrás empinándose la botella y chorreándose todo el cuello: hermosa. El Julio salió una vez a echar la meada y la vio. A los veinte minutos volvió a salir, pero no hizo nada. Media hora después se acercó al capó. 

- ¿Todo bien?
- Qué va.
- ¿Andás sola? 
- … Qué te importa chabón –le gritó y le escupió la mano.
- Vos no sos de acá, pendeja… ¿Querés un pucho?
- Sí… 
- ¿De dónde sos?
- El vino de aquí es malísimo.
- Sos chilena. ¿De qué parte?
- Qué te importa, estoy acá ahora… no paso mucho allá.
- Yo pasé para Chile hace un par de años. Muy bonito. Estuve en Concón, en Reñaca. Son muy simpáticos los chilenos.
- …
- Me acuerdo que escalamos el Mauco, o sea, no tanto escalar sino subirlo. ¿Conocés el Mauco?
- Ni idea.
        Desde arriba se ve el mar enorme. La extensión de Chile, el interior. Pequeñísima la Cordillera. Subimos con unos chilenos que no paraban de hablar de fútbol. Los chilenos tienen una manía obsesiva con jugar al fútbol con cualquier argentino que conocen. Cuando veníamos de bajada me torcí un pie y caí dando tumbos para abajo. Quedé aturdidísimo. Me quebré la clavícula izquierda. Al otro día tuvimos que regresar a la Argentina. Nunca jugamos el partido, pero cuando estábamos en la aduana conocimos a otros chilenos que, obviamente, también querían jugar ¿viste? Yo no pude. Mis amigos sí. Me mataba de la risa porque el viento les empujaba la pelota y en vez de futbolistas parecían perros galgos detrás de un conejo. A un borde de la planicie, había un risco donde unos policías intentaban desenredar un paracaídas que había caído ha un par de horas. Me acerqué. En verdad eran un montón de volantines de colores atados de la cola. Quizá quién sería el imbécil que hubo de intentar una estupidez de tales dimensiones. No se puede subir tan alto con una de esas cosas, ¿no? Menos querer encumbrarla. Así que mejor me metí al furgón, con ese clima me podía agarrar una fiebre. Me quedé dormido sentado y desperté cuando el tipo volvió para sentarse a mi lado. Venía pasado a cigarros, seguro se la pasó todo el rato fumando. El chofer habló por un micrófono y dijo que nos pusiéramos los cinturones de seguridad, que la bajada iba a ser peligrosa y que no teníamos que demorar demasiado, que se venía más nieve y que las cadenas no iban a servir de nada más tarde. Estaba peor en Julio, no sé por qué exageran tanto, si es común que haya nieve en la cordillera. Atravesamos el túnel a no más de 60, me consta, sin embargo, el furgón igual se pasó de largo en la curva número 12 y pasamos para abajo. Definitivamente, no se puede subir tan alto en una de estas cosas tampoco, con este clima y con tanta gente encima hablando al mismo tiempo.

(2013)


Comentarios

Entradas populares