LA HORA (CUENTO)

(Así como a veces hago el ejercicio de salir a trotar y me caigo, a veces intento narrar. El siguiente es un relato que escribí basado en el testimonio de dos mujeres con las que conversé alguna vez en mi adolescencia en Pelancura).

La Hora

–El hijo de la Claudia pasó a buscar al Mauricio en la tarde, como a las cuatro.  Venía con tres chiquillos más, si siempre salían a andar en bicicleta al cerro. Vuelve a la hora le dijimos, aunque estaba de más decirlo. Estos cabros anduvieron toda la tarde jugando. ¿Cuántos años tenía el Mauricio?

–Diecinueve.

–No, si estaba cabro.

–Diecinueve mamá. 

–Aah, cómo iba a tener diecinueve. Tiene que haber tenido como catorce años no más. Cuando faltaban como diez minutos pa la hora, pegaban un tiro y quedaba la tendalá de cabros chicos corriendo pa sus casas, cruzando la calle. A veces salían las mujeres a la vereda y empezaban a llamar a los hijos para que se entraran. Pasaban las bicicletas rajás, dejaban la pura polvareda no más entre la gente que pasaba corriendo y las bicicletas. Resulta que el tiro lo pegaban al principio de La Champa, así le decían en ese tiempo, hoy día es la Villa Prat, pero le decíamos La Champa. Había una línea, como un arco de madera en la entrada que decía “La Champa”, el pueblo era una pura calle no más, todos nos conocíamos. Entonces sonaba el tiro ahí en el arco y después entraba el camión, pegaba la mirá y se iba. Los chiquillos ese día estaban cerca de la línea y cuando sonó el cañonazo se asustaron y salieron todos corriendo. Si incluso dejaron las bicis botadas allá mismo, el único que se acordó de la bici fue el Nicolás, el nieto de la Carmen Espinoza. Llegaron a la casa todos los cabros chicos, súper asustados y traspirando. Yo justo ya iba saliendo pa la calle a ver si venían. Entraron todos corriendo y les dije que se quedaran ahí no más un rato y que cuando pasara la hora se fueran. Ahí el hijo de la Claudia dijo que su mamá lo iba a retar y que se iba a preocupar y que no podía quedarse después de la hora. Le dijimos que le íbamos a avisar a la Claudia. En ese tiempo, te estoy hablando, no habían teléfonos ni tanta cuestión como hay ahora po. Nos hablábamos todas las viejas por las rejas y se iban pasando las noticias de casa en casa. Como la Champa era una pura calle larga, todos podíamos hablar igual en caso de que pasara algo o cuando se pasaba la hora, una podía pasarse por la parte de atrás de las casas hasta llegar a la otra punta y cruzar. Así lo hicieron los chiquillos también ese día, menos el hijo de la Claudia y el Ramiro po, que hinchó pa acompañarlo. El chiquillo éste estaba todo asustado por su mamá que salió corriendo por la calle pa arriba. La Claudia vivía en la penúltima casa. La cuestión es que iba andando cuando al final de la calle de repente se prendieron los dos focos del camión que, seguramente, justo ese día, ya había pasado por la calle y venía de vuelta. El hijo de la Claudia quedó helado cuando se encontró con el camión encima y en vez de salir corriendo se meó en los pantalones y le pegó los ojos a los focos del camión. Ahí el sargento gritó ¡dispárale! Pero el otro no le respondió. El Ramiro quiso meter la cuchara. Cosa rara en todo caso, si en ese tiempo uno tenía que puro quedarse callado no más, pero es que con la cuestión de que era por la razón o la fuerza. Pero todos sabimos que es la misma cuestión no más y que al final es por la pura fuerza y se acabó. Dijo que mi cabo, íbamos justo pa la casa. Pero no. Lo callaron al tiro. El cabo mudo y el sargento que ¡dispárale, mierda! Y el cabo métale tembeleque, ¡no puedo mi sargento!, lo conozco de chico, es amigo mío. Y el Ramiro que entendámonos mi cabo. Entonces el sargento se asomó y que si no te gusta, alta traición no más y el pelaito llorando, te digo yo. Así que el grande, que era más hombre que el otro, va y le pega cuatro tiros secos en el pecho al hijo de la Claudia, ahí mismo, frente a todas las viejas que nos habíamos asomado por la ventana. Uno le dio justo en la garganta. Pa qué te cuento po, quedó la embarrá, un manchón de barro con pura sangre en el suelo. Quizá quién quedó más pal gato en todo caso, el milico se desplomó encima de la capó y se desaguó llorando. El Ramiro helado mirando no más. Los gritos eran tan fuerte que fue como si se hubieran prendido todas las luces de la calle y todos salimos a mirar. Todos lloramos un poco igual ese día, pero fue la última vez que se lloró en La Champa. El único que pudo seguir llorando fue el raso que lloró como dos meses ahí sentado en la cuneta. Volvió a su casa sin uniforme y un poco sordo. Después de eso, un día, pasó el camión, él se subió solo no más, pa callado y no lo vimos más.

(2010) 

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